D. sabía que su éxito o infortunio finales dependían del azar. Hasta ese momento podía actuar de manera inteligente, astuta y con prudencia, intentando pensar fríamente y mantener el control de la situación. Pero a partir de entonces que esta tuviera un desenlace u otro estaba en manos de la suerte.
Creía que el destino,
que desempeñaba un papel importante, era caprichoso, y que en aquella ocasión
había lugar para dos escenarios: o era ingrato con él, con lo que obtendría
resultados negativos; o era amable, con lo que las circunstancias se
resolverían favorablemente. Aunque también tenía clara otra cosa: que ya no se
podía echar atrás.
Levantó la cabeza. Se
dio cuenta de que las dos mujeres y el hombre que compartían estancia con él le
estaban mirando; quizá hacía ya rato, pero no lo podía afirmar porque había
estado con la cabeza baja, sumido en sus pensamientos. Lo más probable era que
también pensaran que aquella era su oportunidad —ya habían tenido la suya
anteriormente— y esperaban a ver qué ocurría. Que creaba expectación entre ellos
le llenó de cierto orgullo y quiso sonreír. Aunque también notó que la
responsabilidad era mayor, y la sonrisa se quedó en el aire; un gesto raro se
le pintó en su rostro.
Miró a C., el primer
hombre que tenía a su izquierda: aparentemente su cara no revelaba ningún
sentimiento, pero cuando C. le devolvió la mirada y se fijó más atentamente en
sus ojos observó que estaban brillantes y alegres; le infundió serenidad y
ánimos. Quizás no había nada de eso en los ojos de C., y creyó verlo porque
necesitaba verlo; en cualquier caso, se sintió más reconfortante.
Contempló a A., la
primera mujer, que estaba enfrente: le miraba provocadoramente, y su sonrisa era
socarrona. ¿Le examinaba así porque intuía que a D. se le presentaba una
oportunidad y no le creía capaz de aprovecharla?, ¿o tal vez A. también la
tenía? Y entonces supo que la respuesta a ambas cuestiones era afirmativa. Los
dos contaban con la misma posibilidad pero solo uno de ellos podía salir
airoso. De repente una sensación de debilidad le invadió. Se dijo que A. ya
había tenido una antes, le había sacado partido y
le había salido bien; así que ahora le tocaba a él.
El rostro de B., la segunda
mujer, a su derecha, mostraba impasibilidad. Se dio cuenta de que sus ojos se
dirigían sucesivamente a él y a A., como expectantes, pero sin que en ellos se
viera ningún rastro de favoritismo. Pensó que B. ya había adivinado que ambos
tenían la misma oportunidad, y entonces suponía que le daba igual que la balanza
se decantara a un lado o a otro, y por lo tanto su actitud era de indiferencia.
D. se echó hacia atrás.
Al hacerlo un golpe de humo le dio en la cara. Miró a su alrededor: estaban
sentados a una mesa, encima de la que había una botella de whisky y un cenicero
repleto de colillas aplastadas, envueltos en una espesa cortina de humo. Este
se colaba en todas partes: en la cara, las ropas, entre las piernas. Era tan
gruesa que le pareció que veía borrosos a los otros.
Hasta entonces no había
reparado en la humareda. Hacía rato que se había extendido, pero no le
molestaba, como si no la hubiera percibido. Sin embargo, a partir de ese
momento sí empezó a notarlo, como si una cuerda le apretase cada vez más.
Comenzó a sentirse bastante incómodo.
Al hacer la ojeada vio
el balcón. Tuvo ganas de asomarse para refrescarse y olvidar un poco la
responsabilidad que caía sobre él. O mejor aún: levantarse de la silla y
abandonar definitivamente la habitación, sin tener que dar explicaciones a
nadie, y menos a la cretina de A. Olvidar que todo aquello estaba sucediendo.
Aunque no solo no se
movió sino que cogió el paquete de tabaco, extrajo un cigarro y lo encendió. No
sabía ni por qué lo hacía, porque realmente no tenía ganas de fumar. Quizás era
para aparentar serenidad. Pero al aspirar la primera calada tosió. Bebió un
trago de whisky. Se sintió ridículo. Miró a A.: el gesto burlón se le había
acentuado. Tuvo ganas de decirle cuatro cosas a aquella fanfarrona. No obstante
se quedó callado porque sabía que no era la solución: si lo hacía, demostraba
que tenía miedo. En aquella situación era mejor no demostrar ningún sentimiento
que le delatase, y cuantas menos pistas diese menos posibilidades tenía de
descubrirse ante los demás.
A. y D. se miraron
intensamente durante unos instantes. Finalmente lanzaron las cartas de póquer
sobre la mesa.
Los adultos funcionamos a menudo así: todos son rivales, no hay amigos. Has manejado muy bien el suspense hasta la última línea.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, José Antonio, un abrazo.
EliminarInteresante relato , al final se puede entender toda la trama , a veces no nos acostumbramos a no ver nombres en los personajes, sin embargo me ha gustado , un abrazo.
ResponderEliminarUn placer verte por aquí otra vez. No puse nombres porque no importaba cómo se llamaran, pero sí que es verdad que quizás nos situamos mejor en las historias cuando los personajes llevan nombre.
EliminarInteresante relato. Un placer leerte.
ResponderEliminarBesos.