lunes, 1 de marzo de 2021

LA OPORTUNIDAD



D. sabía que su éxito o infortunio finales dependían del azar. Hasta ese momento podía actuar de manera inteligente, astuta y con prudencia, intentando pensar fríamente y mantener el control de la situación. Pero a partir de entonces que esta tuviera un desenlace u otro estaba en manos de la suerte.

Creía que el destino, que desempeñaba un papel importante, era caprichoso, y que en aquella ocasión había lugar para dos escenarios: o era ingrato con él, con lo que obtendría resultados negativos; o era amable, con lo que las circunstancias se resolverían favorablemente. Aunque también tenía clara otra cosa: que ya no se podía echar atrás.

Levantó la cabeza. Se dio cuenta de que las dos mujeres y el hombre que compartían estancia con él le estaban mirando; quizá hacía ya rato, pero no lo podía afirmar porque había estado con la cabeza baja, sumido en sus pensamientos. Lo más probable era que también pensaran que aquella era su oportunidad —ya habían tenido la suya anteriormente— y esperaban a ver qué ocurría. Que creaba expectación entre ellos le llenó de cierto orgullo y quiso sonreír. Aunque también notó que la responsabilidad era mayor, y la sonrisa se quedó en el aire; un gesto raro se le pintó en su rostro.

Miró a C., el primer hombre que tenía a su izquierda: aparentemente su cara no revelaba ningún sentimiento, pero cuando C. le devolvió la mirada y se fijó más atentamente en sus ojos observó que estaban brillantes y alegres; le infundió serenidad y ánimos. Quizás no había nada de eso en los ojos de C., y creyó verlo porque necesitaba verlo; en cualquier caso, se sintió más reconfortante.

Contempló a A., la primera mujer, que estaba enfrente: le miraba provocadoramente, y su sonrisa era socarrona. ¿Le examinaba así porque intuía que a D. se le presentaba una oportunidad y no le creía capaz de aprovecharla?, ¿o tal vez A. también la tenía? Y entonces supo que la respuesta a ambas cuestiones era afirmativa. Los dos contaban con la misma posibilidad pero solo uno de ellos podía salir airoso. De repente una sensación de debilidad le invadió. Se dijo que A. ya había tenido una antes, le había sacado partido y le había salido bien; así que ahora le tocaba a él.

El rostro de B., la segunda mujer, a su derecha, mostraba impasibilidad. Se dio cuenta de que sus ojos se dirigían sucesivamente a él y a A., como expectantes, pero sin que en ellos se viera ningún rastro de favoritismo. Pensó que B. ya había adivinado que ambos tenían la misma oportunidad, y entonces suponía que le daba igual que la balanza se decantara a un lado o a otro, y por lo tanto su actitud era de indiferencia.

D. se echó hacia atrás. Al hacerlo un golpe de humo le dio en la cara. Miró a su alrededor: estaban sentados a una mesa, encima de la que había una botella de whisky y un cenicero repleto de colillas aplastadas, envueltos en una espesa cortina de humo. Este se colaba en todas partes: en la cara, las ropas, entre las piernas. Era tan gruesa que le pareció que veía borrosos a los otros.

Hasta entonces no había reparado en la humareda. Hacía rato que se había extendido, pero no le molestaba, como si no la hubiera percibido. Sin embargo, a partir de ese momento sí empezó a notarlo, como si una cuerda le apretase cada vez más. Comenzó a sentirse bastante incómodo.

Al hacer la ojeada vio el balcón. Tuvo ganas de asomarse para refrescarse y olvidar un poco la responsabilidad que caía sobre él. O mejor aún: levantarse de la silla y abandonar definitivamente la habitación, sin tener que dar explicaciones a nadie, y menos a la cretina de A. Olvidar que todo aquello estaba sucediendo.

Aunque no solo no se movió sino que cogió el paquete de tabaco, extrajo un cigarro y lo encendió. No sabía ni por qué lo hacía, porque realmente no tenía ganas de fumar. Quizás era para aparentar serenidad. Pero al aspirar la primera calada tosió. Bebió un trago de whisky. Se sintió ridículo. Miró a A.: el gesto burlón se le había acentuado. Tuvo ganas de decirle cuatro cosas a aquella fanfarrona. No obstante se quedó callado porque sabía que no era la solución: si lo hacía, demostraba que tenía miedo. En aquella situación era mejor no demostrar ningún sentimiento que le delatase, y cuantas menos pistas diese menos posibilidades tenía de descubrirse ante los demás.

A. y D. se miraron intensamente durante unos instantes. Finalmente lanzaron las cartas de póquer sobre la mesa.

5 comentarios:

  1. Los adultos funcionamos a menudo así: todos son rivales, no hay amigos. Has manejado muy bien el suspense hasta la última línea.

    Un abrazo.

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  2. Interesante relato , al final se puede entender toda la trama , a veces no nos acostumbramos a no ver nombres en los personajes, sin embargo me ha gustado , un abrazo.

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    1. Un placer verte por aquí otra vez. No puse nombres porque no importaba cómo se llamaran, pero sí que es verdad que quizás nos situamos mejor en las historias cuando los personajes llevan nombre.

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  3. Interesante relato. Un placer leerte.

    Besos.

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