martes, 1 de junio de 2021

UNOS OJOS OSCUROS

Tenía unos ojos bonitos pero una mirada perturbadora. Unos ojos grandes como la boca de un pozo y oscuros como sus aguas pero una mirada perturbadora. Unos ojos protegidos por unas largas pestañas pero una mirada perturbadora. Estaban enmarcados en un rostro de piel bastante morena con unas cejas y barba negras y espesas, con lo que esa dureza se acentuaba.
     Cuando te contemplaba, lo hacía de una manera tan profunda que provocaba que desviaras la vista. Esa mirada atravesaba las pupilas y la piel, los huesos y la sangre, hasta llegar a tus pensamientos. Sí, esa era la sensación: estoy convencida de que sus ojos conseguían desvelar tus sentimientos sin que pronunciaras una sola palabra.
        Los notaba clavados en mí en todo momento. Coincidíamos casi todas las mañanas en la entrada, porque solíamos llegar más o menos los dos a la misma hora; me decía «Buenos días» con una amplia sonrisa, mirándome fijamente. Cuando nos encontrábamos en los espacios comunes, como el ascensor, trataba de ser educado sacando algún tema de conversación; eso sí, siempre sin dejar de observarme. Al levantar la vista me topaba con sus ojos que me atisbaban. Pero no podía aguantarle la mirada por mucho tiempo, y a los pocos segundos yo giraba la cabeza hacia otro lado; aunque sé que seguía examinándome. Si abandonaba el lugar para dirigirme a otro, los sentía detrás de mí.
       Creí que le atraía, pero pronto descarté la idea porque me fijé en que miraba así a todo el mundo. El caso es que, cuando intimabas un poco con él, te dabas cuenta de que era una persona educada y correcta —nunca le oí criticar a nadie, ni levantaba el tono de voz en ningún momento—, y amable —te ayudaba en todo lo que podía­—. Su voz era un bálsamo: charlaba pausadamente, vocalizando bien las palabras, y las explicaciones las acompañaba de un movimiento de manos igual de tranquilo que su hablar. Sabía conversar de casi cualquier tema, y amenizaba sus intervenciones con numerosas anécdotas y experiencias. Cuando exponía sus ideas y opiniones, lo hacía de modo coherente y argumentado. Todo esto no se correspondía con la frialdad de su mirada, que era lo que acababa imponiéndose. Así pues en muchas ocasiones rehuía su trato porque su forma de observar me inquietaba.
      Esa situación llegó a afectarme de verdad. Porque incluso cuando me encontraba en casa percibía su mirada. Vivía sola, con lo que él no podía estar presente de ninguna manera, lo sabía perfectamente, pero eso no evitaba ese sentimiento. Se trataba de una sensación extraña porque al realizar cualquier tipo de actividad parecía como si me acechara. Por ejemplo, cocinando: daba la impresión de que lo tuviera a mis espaldas vigilándome. O también: después de cenar suelo sentarme en la cama y leer un rato antes de dormir; pues bien, cuando acababa y levantaba la vista del libro, ¡sentía sus ojos delante de mí observándome! En el fondo era como si, aunque no se hallara físicamente en ese espacio, lo estuviera de algún otro modo. Si no dejaba de pensar en ello una y otra vez, ¿no sería yo la que sentía atracción hacia él pero no era consciente?
        Una noche estaba sentada en el sofá, viendo una película; la única luz encendida era la de una pequeña lámpara de mesa. Varias veces cabeceé y acabé cerrando los ojos, medio dormida. No sé cuántos minutos pasaron, pero me incorporé de repente y los volví a abrir. Y entonces grité. Porque a unos pocos pasos de mí, entre las cortinas, ¡le vi! No es que esta vez notara su presencia sin estarlo, ¡es que en esa ocasión sí se encontraba físicamente en el comedor! A pesar de la poca iluminación, descubrí sus ojos oscuros porque destacaban entre el cortinaje blanco. Poco a poco fue saliendo de su escondite y destapándose: primero su cabeza y después sus brazos, sus piernas. Clavé mis uñas en el cojín. Lentamente se aproximó a mí. Debí haber corrido y gritado. Aunque estaba tan paralizada del miedo, que no me moví; ni siquiera chillé una segunda vez.
      ¿Cómo demonios había conseguido entrar en casa? ¿Y cuánto tiempo llevaba dentro? ¿Por la ventana? Bastante improbable, vivía en un séptimo. ¿Por la puerta?,  ¿pero cómo? Tal vez me siguió y se coló, escurridizo y sigiloso como un reptil, por la puerta de entrada cuando yo la abría, sin darme cuenta, y rápidamente se escondió. ¡Eso significaba que ya hacía varias horas que estaba oculto en casa sin enterarme de nada! ¡Y que seguramente me había visto quitarme la ropa en la habitación y ducharme! Recordé mi vieja teoría: si era capaz de vigilarme y entrar y esconderse en casa, quizá sí que estaba obsesionado conmigo. Mi cuerpo se arqueó ligeramente y me entraron ganas de vomitar.
      Avanzaba, siempre sin dejar de mirarme. En ningún instante dijo nada; solo se escuchaba su respiración. Ya lo tenía a escasos centímetros de mi rostro. ¿Qué iba a hacer conmigo? ¿Trataría de tocarme? Seguía quieta y muda. Abrió la boca y sus labios casi rozaron mi mejilla; sentí su aliento. Alargó el brazo, con la intención de acariciarme. Otra vez experimenté la sensación de asco. Entonces sí que empecé a gritar. Desperté, con el sudor mojándome la piel. Apagué el televisor, entre maldiciones.
     No sé si casualmente o no, a los pocos días de este suceso, cuando llegué por la mañana, me lo encontré recogiendo sus pertenencias de la mesa. Había renunciado a su puesto de trabajo. Jamás supimos los motivos. Nos pareció raro, puesto que era un oficio que le gustaba —al menos nunca le oímos quejarse de que no le gustara— y realizaba sus tareas eficientemente. Respiré aliviada: había llegado a alterar mi vida, con lo que a partir de entonces viviría más tranquila. Y esta es la historia de Ezequiel, mi ex compañero de profesión.
       A los pocos días la jefa me llamó a su despacho. Al entrar me enseñó unos folios en los que había escrito un relato sobre Ezequiel. Los había encontrado cuando se acercó a mi escritorio, mientras yo estaba en el descanso, para entregarme unos documentos. Como una niña pillada in fraganti haciendo alguna travesura, balbuceé algunas excusas: aunque el protagonista estaba inspirado en él, lo que se contaba no tenía que ser necesariamente verdad, no dejaba de ser un relato de ficción; y lo escribía cuando había poco trabajo, para sobrellevar mejor la labor monótona y rutinaria de la oficina. Las explicaciones no sirvieron, y me comunicó el despido. Desde entonces busco un empleo más creativo, y mientras tanto escribo relatos que presento a certámenes literarios, por si me puedo sacar un dinero extra que complemente la prestación de desempleo. Pero cuando estoy sentada en la cama leyendo antes de dormir y levanto la vista del libro, siento su mirada.

4 comentarios:

  1. Has moldeado muy bien la materia del miedo, del desasosiego, de la obsesión. Partes de algo que nos asusta a todos: las miradas potentes. Mezclas sueño y realidad, desdibujas sus límites. Lo he disfrutado.

    Un abrazo.

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  2. Me alegro de que lo hayas disfrutado. Un abrazo, José Antonio.

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  3. Ahora te miro yo.

    Uhhhhhhhhhhhhhh!!!!!

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